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Querido Y Viejo Tigre Que Duerme:

martes, 3 de abril de 2007

Un puñado de cosas sueltas, como en un diario normal

He tenido un nuevo sueño hoy, esta vez de la clase de los metasueños. Esto es, en mi sueño me dedicaba a analizar otros sueños que, supuestamente, había tenido antes. Mi primer sueño en varios días -tres semanas, según mis registros- y no le veo sentido alguno. Pero últimamente hay pocas cosas a las que vea sentido.

Y debo decir que me dormí anoche pronto y que en el momento de dormirme se me ocurrió una idea para un relato que tengo que escribir. Como me suele ocurrir, las ideas para los relatos se me vienen a esas horas extrañas y, más precisamente, en ese momento raro, casi inexistente por su extrañeza, que es el paso de la vigilia al sueño. Y ahí esas ideas se me antojan brillantes, perfectas, luminosas. Pero cuando me despierto al día siguiente y lo recuerdo todo, si lo recuerdo, me doy cuenta de que era una tontería. Una idea que no sirve de nada, que ni siquiera me gusta. Es tonto pensar así. Cierto que algunas de esas ideas son estúpidas e inútiles, pero me consta que hay otras que son, en efecto, bastante interesantes. Yo las descarto todas por igual en la mañana, sin embargo. Debería hacer más caso a mi intuición y a esas ideas que llegan como salidas de la nada, y dejar de descartar sistemáticamente las cosas sólo porque estoy de mal humor por la mañana o me siento insegura. Debería, algún día, tratar de desarrollar algunas de esas ideas. Aunque sea sólo como experimento.

Y, tras el sueño, me he despertado pensando en el cuento de Salinger de esta semana, y escribía la reseña en mi cabeza. He dormido poco, muy poco, pero no podía permanecer en la cama. Si me despierto, por muy cansada que esté, no hay forma de que pueda volver a dormirme inmediatamente. Y me he despertado pensando en sauces y en Seymour Glass.


He encendido la luz y he visto a mi novio mirarme desde esa fotografía que nos hicieron en mayo de 2005. Anoche la puse ahí -quizás debería comprar un marco-, apoyada en la lámpara de la mesilla, y estuve hablando con él. Cuánto le echo de menos, cuánto le necesito. Desde que llegó a esta (bendita o maldita, según el día) ciudad, no me he separado de él más de dos semanas. Y ahora se ha ido y me siento... abandonada. Esa antigua y familiar sensación de abandono tan típica. Y sé que no es cierto, y me digo no, no, no es un abandono, no es ni remotamente un abandono. Porque vuelve. Porque me consta que ningún otro me quiso nunca como él me quiere, me consta que su amor aumenta a pesar de todo, a pesar de mi carácter difícil, de los momentos miserables -siempre los hay en las parejas, pero me siento obligada a decir que, con él, sólo recuerdo uno o dos de esos momentos y ni siquiera fueron demasiado miserables; lo justo como para mencionarlo-, a pesar de que mi amor por él viene y se va y siempre me estoy planteando nuestra relación, constantemente, pensando si es él con quien quiero pasar la vida, si me hace feliz, si le hago feliz, si aguantaré tanto tiempo a su lado. Y ahora, en pleno síndrome de privación, tengo ideas locas y me vuelvo celosa y suspicaz, y le pregunto si nos casaremos, cielo santo, si nos casaremos, y él me dice sí, sí, nos casaremos, y yo insisto, cuándo, y ésa es la incógnita. Siempre es ésa la incógnita. Cuándo. Cuándo la vida se tornará normal, cuándo dejaré de sentirme extraña y apartada, cuándo comenzaré, de una maldita vez, a actuar como todo el mundo. Cuándo, cuándo.

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