El viaje (primera parte)
Quisiera haber tomado notas y prometo que ésa era mi intención en un principio, pero se quedó en eso, en intención. Una buena señal, diría, porque los únicos momentos en que no escribo son cuando me lo estoy pasando muy bien o cuando lo estoy pasando fatal. En Alemania sucedió lo primero.
No hay demasiado que contar, en realidad. Lo cierto es que yo tenía mil planes, quería ver mil cosas y hacer otras tantas y, al final, además de que no vi ninguna de esas cosas, me di cuenta de que el tiempo pasa rápido, demasiado rápido. Irónicamente, desde que estoy aquí parece como si hubiesen pasado cien años desde aquel viaje. Pero eso no significa que me aburriese o que me arrepienta de algo -pienso volver, en todo caso-; más bien al contrario, es otra buena señal. Hubiese podido pasar una vida entera allí sin quejarme, sin extrañar nada (o casi nada... en realidad).
Bien, salimos muy pronto por la mañana en el tren hacia Madrid. Apenas recordaba ya las violentas sacudidas, la sensación de viajar en diligencia por el lejano Oeste, el feliz traqueteo... Como nota al pie os diré, si no lo mencioné ya alguna vez, que soy enemiga declarada de los autobuses, y no cambiaría nada del viejo tren, ni el incesante movimiento, ni el ruido infernal, ni los servicios donde tienes que casi convertirte en Spiderman para poder agarrarte a algo y no caer en el intento, por ninguna de las comodidades de un autobús, por muy ultralujoso o hipermoderno que sea. Soy una romántica, sí, y bien orgullosa de ello. El caso es que en el tren me dio por hacer el payaso. No es raro, tratándose de mí, pero lo menciono porque significa que lo pasé bien. La última media hora tal vez aburrida. Pensaba en Madrid, mmm, demasiado ajetreo para mí, demasiada prisa, demasiadas complicaciones. No conozco Madrid lo suficiente como para hablar de la ciudad en sí, pero sí sé que cada vez que estoy allí siento como si la ciudad me devorase. Es una sensación extraña. En Madrid estuvimos seis horas, repartidas entre la estación de tren, el metro y el aeropuerto y, felizmente, Madrid no me devoró. Aquí estoy, intacta por muchos años, espero.
El avión, después. Mi novio se sentó junto a la ventanilla, yo a su lado. Él me decía: "¡mira, mira!", pero yo no me atrevía a mirar. Al final, estaba literalmente aplastándole para poder ver algo a través de la ventanilla. Impresionante la vista aérea. Y yo, impresionantemente valiente -me sorprende.
Ya de noche, en Munich, salimos del avión para entrar en un tren. Otra media hora de viaje, tratando de descifrar la conversación de nuestros vecinos de asiento que, no tan curiosamente, no hablaban en alemán. Desde luego, es imposible entender algo en un idioma que no conoces, pero así pasé el rato entretenida. Me conformo con poquito. Es curioso, esto sí, que, en los cinco días que estuve, apenas tuve oportunidad de practicar las cuatro palabras de alemán que me sé. Casi todo el mundo se dirigía a mí en inglés y hasta en español (¿?). Incluso mantuve una conversación con un señor en italiano, inglés, bávaro y algunas palabras de español. Y sí, conseguimos entendernos a la perfección. Mi necesidad de comunicación quedó satisfecha gracias al inglés, porque si hubiese tenido que confiar en mi alemán... en fin.
Se hace tarde, pero este post requiere una segunda parte (y puede que una tercera).
Como dijo Terminator aquella vez: "¡Volveré!"
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