Bien, durante todo el tiempo que ha durado este Proyecto Salinger me he estado mordiendo la lengua para no extenderme demasiado en hablar del propio autor y he procurado centrarme en su obra, en cada uno de los cuentos que componen el libro reseñado. La razón es simple. Es probable que, si comienzo a hablar de Salinger, no termine nunca. Es probable que me ponga incluso un poco fanática, un bastante insoportable y un mucho, muchísimo, dogmática. Sé que es lo mejor, además de lo más sensato, respetar todas las opiniones y, ciertamente, la tolerancia, puedo decirlo sin miedo, es una de las virtudes que adornan mi personita, pero el tema Salinger va más allá de eso. La excelencia literaria de Salinger es, para mí, un dogma de fe y ninguna otra cosa. Todo el mundo tiene un pasado y yo también lo tengo. Y resulta que, desde hace catorce años, en mi pasado, en mi presente, he vuelto a Salinger, invariablemente, una y otra vez. Comprenderéis entonces mi obsesión. Es una de las pocas constantes de mi vida, quizás la única; sus libros son y han sido una búsqueda de ciertas verdades que se me antojan importantes, un consuelo, un consejo, una inspiración, una cuerda a la que agarrarse cuando lo demás se derrumba, una certeza. Y sólo los dioses saben cuánto necesito las certezas.
Lo advierto ahora, por si acaso: esta vez no voy a guardarme nada, ni a morderme la lengua. Esto va a ser largo y farragoso. Y, aun a riesgo de que suene mal, escribo esta entrada más para mí misma que para nadie. Aun así, por supuesto, podéis seguir leyendo si lo deseáis.
Otro de los temas por los que pasé de puntillas fue la familia Glass. Tres, tal vez cuatro de los nueve cuentos mencionan a diversos miembros de esta singular familia. Uno de ellos nos presenta el grand finale de Seymour, esa figura volátil, flotante, etérea –eso me gusta pensar- que no se parece a nadie que haya conocido nunca pero que sí se parece mucho al tipo de persona que siempre quise conocer. Encontrarse a Seymour, un Seymour que habla de peces plátano, que camina por ahí con un bañador azul eléctrico y que se pega un tiro al final fue como recuperar a un viejo amigo –en mi caso, ya que leí los Nueve Cuentos después que Franny y Zooey- y volver a perderlo, sin saber muy bien por qué y al tiempo sospechando que el suicidio era la única opción posible para esta criatura indefinible que es (fue) Seymour. En alguna otra parte –concretamente en Seymour: una introducción-, el narrador y alter ego oficial de Salinger, Buddy Glass, nos cuenta que duda bastante que haya escrito algo en su vida que no tuviese como protagonista a Seymour, y nos pone ese bonito ejemplo del adorable dinosaurio que presenta uno o dos gestos propios de Seymour. Salvando las distancias, puedo decir que no creo haber escrito nada en mi vida –un cuento, una carta, un poemilla malo- sin tener en mente al propio Salinger. Y si mi estilo lo recuerda a veces (a veces, dije), nada puede reprochárseme. Probablemente, el dinosaurio sobre el que yo misma escribiría recitaría uno o dos haikus para sí mismo mientras camina alegremente por el jurásico y todo el cuento quedaría en un final incierto. Pero dejemos esto. Nada de dinosaurios por el momento.
Ahora voy a hablar de mi libro. Ejem. De éste en concreto sólo tengo la versión original en inglés, de Little, Brown & Co., me parece. En su día poseía la traducción española de Alianza Editorial, me parece también, pero lo presté a un amigo que quién sabe dónde estará ahora. Un buen amigo al que vi pocas pero intensas veces. El amigo un día decidió que estaba harto de su ciudad, de su vida quizás, y lo dejó todo para irse por ahí a conocer mundo. El amigo recaló en Inglaterra. Un tiempo más tarde recibí, no recuerdo si de sus manos o de las manos de otro amigo común, el libro que le había prestado al primer amigo, pero un poco modificado pues ahora estaba todo en inglés. Así que puede decirse que perdí una traducción para ganar un original, lo cual no está nada mal, por cierto.
Más cosas, -paciencia, terminaré en dos minutos, pero tengo que aprovechar este espacio. Se trata de Salinger, señores. ¡Salinger!-: Salinger y sus niños superdotados, Salinger y sus adultos excéntricos, Salinger y sus muchachas con abrigo de pelo de camello. Por todas partes detalles mínimos –recuérdense los ojos de Teddy, que uno no sabe si desearía que estuviesen más separados, o fuesen menos estrábicos o más profundos, recuérdense el vestido y el pelo aplastado por la lluvia de Esmé, su gigantesco reloj sumergible, recuérdese a la Hermana Irma, cuyo hobby era juntar hojas de los árboles, pero sólo cuando están en el suelo-. Ya lo comenté en este blog en más de una ocasión: me alimento de detalles. ¿Qué me importa que en un libro el narrador me cuente que “se acercó una chica guapa” si no sé si sus ojos son azules, marrones o amarillos o si tiene predilección por el rouge en los labios o por los colores tierra? ¿Qué me importa que esta misma chica vaya muy abrigada para la estación si no me cuentan que llevaba un abrigo de verdadero pelo de camello? ¿Qué más me da su vida si no sé que le gusta dejar todas las damas en la fila de atrás, sin moverlas? Lo que me gusta de Salinger es que él me cuenta todas esas cosas que (yo) quiero saber. No me interesa la síntesis, no me importan los personajes interesantísimos si no conozco sus manías, sus extravagancias, lo que los hace únicos. Tampoco me importan los finales, tengo que confesar. La clásica estructura de introducción, nudo y desenlace me da lo mismo. Si existe y es reconocible, fantástico. Si no existe, mucho mejor. Hay una frase en El guardián entre el centeno –y cito de memoria: “(...) sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las navidades pasadas antes de que me quedase tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco”-, pues bien, en esta frase se nos advierte ya que uno no va a encontrar la estructura clásica. Uno leerá “una cosa de locos”, un momento en la vida de alguien, sin principio y sin final, sin desenlace. Me gusta Holden, le tengo mucho cariño, pero para mí sigue ahí, en la institución mental, esperando a que D.B. llegue en su cochazo para llevarle a casa. Y no me importa lo que pase después. Aunque, como seguro ya sabréis, hay en Salinger una tendencia a crear historias-puzzle. Holden, según se rumorea, desapareció algunos años después, en la guerra, si no me equivoco –aunque puedo equivocarme. Desapareció sin dejar rastro. Porque Salinger en realidad tampoco olvida a sus personajes y los hace aparecer (o desaparecer) en otros sitios, como ocurre con Seymour, para que el lector curioso o maniático, depende, pueda ir completando el puzzle, un puzzle al que le faltan varias piezas, todo sea dicho, pero la imagen de fondo puede adivinarse aun así.
Buff, ya está. Sólo una recomendación final: no me hagáis ni puto caso. De verdad. Sólo leed a Salinger.
Iniciamos con
A perfect day for Bananafish. Elija su camino:
-1234567891011121314-