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Querido Y Viejo Tigre Que Duerme:

viernes, 23 de febrero de 2007

Pretty mouth and green my eyes

Tras colgar el teléfono, Arthur miró los seis pares de zapatos alineados en el penúltimo y el último estante del armario de Joanie. Recordaba todos y cada uno de ellos, al igual que recordaba los cuatro sombreros, siete foulards –lisos y cada uno de un color- y los tres bolsos que componían la colección de complementos de Joanie. Los zapatos marrones de imitación de piel de cocodrilo con tacón de 8 cm. no estaban –la chica había decidido llevar ésos a la fiesta, después de probarse los azules, que no combinaban con el vestido color crema que decidió ponerse en el último momento, y los negros, cuyo tacón había perdido justo antes de que Arthur llamara a un taxi-. Arthur se preguntó si Joanie se los habría quitado en forma precipitada y estarían ahora tirados en el suelo de cualquier manera o si, como era su costumbre al llegar a casa, los habría dejado ordenados junto a la cama, junto a cualquier cama –la de Mark Walton, la de Robert Emerfield, la del muchacho pelirrojo de la fiesta que no conocía...-, testigos mudos de una nueva infidelidad.

¿Cuántas veces habían hablado de ello y cuántas veces ella le había prometido, con los ojos chorreando lágrimas, que aquélla sería la última vez? ¿Cuántas veces la había seguido ya, consciente de adónde le llevarían sus pasos? Y cada vez era como la primera, sólo que las casas eran distintas, y los hombres eran distintos, aunque cada uno una copia del anterior, una copia del propio Arthur. Diablos, Nueva York era demasiado grande y, de noche, oculto en el coche espiando a Joanie, oía de vez en cuando risotadas como de hiena en la lejanía y el sonido del tráfico nocturno.

Pero ella le quería. Sólo que no podía controlarse, eso era todo. Ella necesitaba vivir, beberse la vida, devorarla. ¿Qué podía él ofrecerle? Él era distinto. Una vez lo había intentado, ser infiel a Joanie. Para tratar de entenderla. Para comprender por qué. Pero cuando ya estaba allí, en la casa de esa mujer con demasiado maquillaje y grandes pechos que palpitaban por debajo de un vestido verde pálido, se había preguntado cómo demonios había llegado hasta allí y qué se suponía que debía hacer ahora. Y había dejado a la mujer –su nombre no lo recordaba- preparándose en el baño. Simplemente había terminado su copa de Scotch y había salido por la puerta. A la mañana siguiente, Joanie había recibido un ramo de flores con una nota que decía “Te quiero. Arthur”.

Pero qué demonios importaba. Joanie estaría por llegar. Seguro. Seguro que se había ido con los malditos Ellenbogen y simplemente... ¡Vaya! Seguro que al decirle a Lee -¿le habría despertado? Su voz sonaba como... sonaba rara, definitivamente-, seguro que al decirle que Joanie ya había llegado había conjurado así su presencia. Esas cosas pasan, dices algo y sucede. Es de locos. De locos. Así que Joanie estaría ahora saliendo del coche de los Ellenbogen, subiendo los cuatro escalones hasta la puerta, buscando la llave en el bolso y... nada. No, no había oído ningún coche en la puerta. Dios, qué silenciosa estaba la noche.

Arthur se preparó un whisky. Con el vaso en la mano, se acercó de nuevo al armario de Joanie. Lo abrió. Nadie ha entrado ni salido de aquí, se dijo en alto, con tono irónico. Miró los vestidos, de nuevo los zapatos. Los negros, con el tacón roto. Se imaginó a Joanie comprándose zapatos nuevos y mirando los escaparates de las tiendas con sus enormes ojos azules...

Y de repente tomó una decisión. Iría a casa de Lee. Seguro que aún no estaba durmiendo. Eso es, simplemente iría y se tomaría una copa, quizás hasta pudiese dormir allí. Lee tendría una cama para invitados, algún sofá, algo... Pero no quería seguir en esa casa. Empezaba a sospechar que las paredes cuchicheaban sobre él. Oía susurros, adivinaba palabras. Quizás se estaba volviendo loco. Iría a casa de Lee y si no le abría la puerta, qué más daba. Podía ir a cualquier otra parte. Al Village, o regresar a la fiesta con los rezagados. Aún no era demasiado tarde...

Arthur se dirigió a la puerta, cogió las llaves del coche del cajón de la mesita del recibidor, se aseguró de que Joanie había cogido las suyas, abrió la puerta, la cerró, bajó los cuatro escalones, miró a su alrededor –nada, ni un alma-, se metió en el coche, encendió un cigarrillo y arrancó el motor. Pero le detuvo un acceso de llanto. Quizás Joanie no volviese nunca a casa, o quizás regresase en diez minutos. No lo sabía. Pero, en efecto, quería estar en casa cuando ella llegase y pedirle que... que lo intentasen de nuevo, que volvieran a comenzar de cero. Una vez más, olvidar esa noche, olvidar todas las noches. Comenzar de cero.

*****

Y en este momento, el relato se interrumpe (de nuevo) pero puedo seguir imaginando a Arthur que, otra vez dentro de la casa, sentado en uno de esos sillones reclinables como de cuero (o algún material parecido), negro o marrón, súbitamente repara en un sonido: el solitario rasgueo de un violín que procede de quién sabe dónde, o una canción de charlestón o de jazz en el tocadiscos de un vecino, y su mente vuela otra vez hacia Joanie, hacia el pasado con Joanie, los bailes con Joanie, las cenas fuera y los guantes blancos, los paseos por Central Park con los pies descalzos y los enormes globos, de ésos que las madres compran a sus niños en el parque a los vendedores ambulantes. Y se las ingenia para conseguir uno de esos globos y dejarlo sobre la cama para marcharse después, quitarse de en medio. Y alguien, algún día, quizás escriba un poema sobre ello...

(“El penúltimo poema se refiere a una muchacha casada y madre que evidentemente tiene lo que mi viejo manual matrimonial llama relaciones amorosas extraconyugales. Seymour no la describe, pero la mujer entra en el poema justo cuando el cornetín toca algo sumamente eficaz y la veo muy bonita, bastante inteligente, muy desdichada, viviendo quizás a una o dos manzanas del Museo Metropolitano de Arte. Una noche vuelve a su casa muy tarde de una cita –me la imagino, los ojos velados, el lápiz labial corrido- y encuentra sobre el cubrecama un globo. Alguien lo ha dejado allí, simplemente. El poeta no lo dice, pero no puede ser sino un gran globo de juguete inflado, probablemente verde como en Central Park en primavera” [Fragmento de Seymour, una Introducción de J.D. Salinger])


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