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Querido Y Viejo Tigre Que Duerme:

martes, 27 de febrero de 2007

Lo que nos define

En mis momentos filosóficos, que se repiten con cierta frecuencia, a intervalos variables, me descubro volviendo una y otra vez a la misma vieja pregunta: ¿Quién soy? Ciertamente, aunque me preocupa saber de dónde vengo y adónde voy, la pregunta antes mencionada me preocupa mucho más. Tengo la impresión de que no debo dejar pasar mi vida sin descubrir algo tan básico, aunque tan complejo, como quién soy yo.

Me parece –aunque puedo equivocarme; desde mi burbuja tampoco es que se vea muy bien el exterior- que hay muy poca gente que se conozca (tan) bien y que normalmente a la pregunta “quién soy” se responde con generalidades del tipo “soy abogado”, “soy médico”, “soy una buena persona” o “soy simplemente así”. Es decir, no se responde a “quién soy” sino a “qué me define”. Yo misma he pasado una buena parte de mi vida cayendo en esa trampa. Y, curiosamente, he descubierto que lo que me define (lo que yo creo que me define) no es mi trabajo o el trabajo que podría desempeñar, o algún rasgo de mi carácter, sino mi mayor incapacidad: el miedo. El miedo al miedo, en concreto, que es la definición última de la agorafobia. Me define porque me (de)limita, porque me hace diferente –una forma negativa de ser diferente, pero diferente al fin y al cabo-, porque no hay nada en mi vida –ninguna acción, ningún pensamiento- que no tenga que atravesar primero el muro del miedo. Y me temo que muchas de esas acciones, muchos pensamientos, no han llegado todavía al otro lado. Al lado limpio, al lado libre de miedos.

Pero, y aunque suene raro, hace poco, hace muy, muy poco que me he dado cuenta de que, a pesar de ser mi rasgo definitorio, el miedo no es, ni mucho menos, lo que yo soy. Me he dado cuenta de que a las limitaciones que ya tenía había estado yo, día a día, minuto a minuto, -laboriosamente incluso-, sumando otras: al definirme como agorafóbica estaba asumiendo que la parte más profunda de mí, mi yo en última instancia, era de por sí agorafóbico. Esto es, confundía la pregunta “quién soy” con “qué me define” o, más bien, “qué me define ahora (en este período de tiempo más o menos largo)”.

Aunque parezca una minucia, algo no muy grande, cada pequeño paso, cada nuevo descubrimiento me acerca más a la respuesta –acaso no la haya, pero quiero pensar que sí-. Y la pregunta no es otra que “quién soy yo”. Nada más. Y nada menos.

viernes, 23 de febrero de 2007

Pretty mouth and green my eyes

Tras colgar el teléfono, Arthur miró los seis pares de zapatos alineados en el penúltimo y el último estante del armario de Joanie. Recordaba todos y cada uno de ellos, al igual que recordaba los cuatro sombreros, siete foulards –lisos y cada uno de un color- y los tres bolsos que componían la colección de complementos de Joanie. Los zapatos marrones de imitación de piel de cocodrilo con tacón de 8 cm. no estaban –la chica había decidido llevar ésos a la fiesta, después de probarse los azules, que no combinaban con el vestido color crema que decidió ponerse en el último momento, y los negros, cuyo tacón había perdido justo antes de que Arthur llamara a un taxi-. Arthur se preguntó si Joanie se los habría quitado en forma precipitada y estarían ahora tirados en el suelo de cualquier manera o si, como era su costumbre al llegar a casa, los habría dejado ordenados junto a la cama, junto a cualquier cama –la de Mark Walton, la de Robert Emerfield, la del muchacho pelirrojo de la fiesta que no conocía...-, testigos mudos de una nueva infidelidad.

¿Cuántas veces habían hablado de ello y cuántas veces ella le había prometido, con los ojos chorreando lágrimas, que aquélla sería la última vez? ¿Cuántas veces la había seguido ya, consciente de adónde le llevarían sus pasos? Y cada vez era como la primera, sólo que las casas eran distintas, y los hombres eran distintos, aunque cada uno una copia del anterior, una copia del propio Arthur. Diablos, Nueva York era demasiado grande y, de noche, oculto en el coche espiando a Joanie, oía de vez en cuando risotadas como de hiena en la lejanía y el sonido del tráfico nocturno.

Pero ella le quería. Sólo que no podía controlarse, eso era todo. Ella necesitaba vivir, beberse la vida, devorarla. ¿Qué podía él ofrecerle? Él era distinto. Una vez lo había intentado, ser infiel a Joanie. Para tratar de entenderla. Para comprender por qué. Pero cuando ya estaba allí, en la casa de esa mujer con demasiado maquillaje y grandes pechos que palpitaban por debajo de un vestido verde pálido, se había preguntado cómo demonios había llegado hasta allí y qué se suponía que debía hacer ahora. Y había dejado a la mujer –su nombre no lo recordaba- preparándose en el baño. Simplemente había terminado su copa de Scotch y había salido por la puerta. A la mañana siguiente, Joanie había recibido un ramo de flores con una nota que decía “Te quiero. Arthur”.

Pero qué demonios importaba. Joanie estaría por llegar. Seguro. Seguro que se había ido con los malditos Ellenbogen y simplemente... ¡Vaya! Seguro que al decirle a Lee -¿le habría despertado? Su voz sonaba como... sonaba rara, definitivamente-, seguro que al decirle que Joanie ya había llegado había conjurado así su presencia. Esas cosas pasan, dices algo y sucede. Es de locos. De locos. Así que Joanie estaría ahora saliendo del coche de los Ellenbogen, subiendo los cuatro escalones hasta la puerta, buscando la llave en el bolso y... nada. No, no había oído ningún coche en la puerta. Dios, qué silenciosa estaba la noche.

Arthur se preparó un whisky. Con el vaso en la mano, se acercó de nuevo al armario de Joanie. Lo abrió. Nadie ha entrado ni salido de aquí, se dijo en alto, con tono irónico. Miró los vestidos, de nuevo los zapatos. Los negros, con el tacón roto. Se imaginó a Joanie comprándose zapatos nuevos y mirando los escaparates de las tiendas con sus enormes ojos azules...

Y de repente tomó una decisión. Iría a casa de Lee. Seguro que aún no estaba durmiendo. Eso es, simplemente iría y se tomaría una copa, quizás hasta pudiese dormir allí. Lee tendría una cama para invitados, algún sofá, algo... Pero no quería seguir en esa casa. Empezaba a sospechar que las paredes cuchicheaban sobre él. Oía susurros, adivinaba palabras. Quizás se estaba volviendo loco. Iría a casa de Lee y si no le abría la puerta, qué más daba. Podía ir a cualquier otra parte. Al Village, o regresar a la fiesta con los rezagados. Aún no era demasiado tarde...

Arthur se dirigió a la puerta, cogió las llaves del coche del cajón de la mesita del recibidor, se aseguró de que Joanie había cogido las suyas, abrió la puerta, la cerró, bajó los cuatro escalones, miró a su alrededor –nada, ni un alma-, se metió en el coche, encendió un cigarrillo y arrancó el motor. Pero le detuvo un acceso de llanto. Quizás Joanie no volviese nunca a casa, o quizás regresase en diez minutos. No lo sabía. Pero, en efecto, quería estar en casa cuando ella llegase y pedirle que... que lo intentasen de nuevo, que volvieran a comenzar de cero. Una vez más, olvidar esa noche, olvidar todas las noches. Comenzar de cero.

*****

Y en este momento, el relato se interrumpe (de nuevo) pero puedo seguir imaginando a Arthur que, otra vez dentro de la casa, sentado en uno de esos sillones reclinables como de cuero (o algún material parecido), negro o marrón, súbitamente repara en un sonido: el solitario rasgueo de un violín que procede de quién sabe dónde, o una canción de charlestón o de jazz en el tocadiscos de un vecino, y su mente vuela otra vez hacia Joanie, hacia el pasado con Joanie, los bailes con Joanie, las cenas fuera y los guantes blancos, los paseos por Central Park con los pies descalzos y los enormes globos, de ésos que las madres compran a sus niños en el parque a los vendedores ambulantes. Y se las ingenia para conseguir uno de esos globos y dejarlo sobre la cama para marcharse después, quitarse de en medio. Y alguien, algún día, quizás escriba un poema sobre ello...

(“El penúltimo poema se refiere a una muchacha casada y madre que evidentemente tiene lo que mi viejo manual matrimonial llama relaciones amorosas extraconyugales. Seymour no la describe, pero la mujer entra en el poema justo cuando el cornetín toca algo sumamente eficaz y la veo muy bonita, bastante inteligente, muy desdichada, viviendo quizás a una o dos manzanas del Museo Metropolitano de Arte. Una noche vuelve a su casa muy tarde de una cita –me la imagino, los ojos velados, el lápiz labial corrido- y encuentra sobre el cubrecama un globo. Alguien lo ha dejado allí, simplemente. El poeta no lo dice, pero no puede ser sino un gran globo de juguete inflado, probablemente verde como en Central Park en primavera” [Fragmento de Seymour, una Introducción de J.D. Salinger])


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martes, 20 de febrero de 2007

El sueño llega siempre

El sueño llega siempre. Tarde, pero llega. Tarde. E inunda, cala como la lluvia que se escucha caer en el patio. Llega.

Y digamos que me transporto. Hay un lugar que no es este mundo, -y eso lo digo para quienes no creen que otros mundos existen-, donde habitan Pegasos que sobrevuelan castillos en los que hay gente vestida de arlequín y jardines que son laberintos, que terminan en poblados de gente pequeñísima, que recogen sus cosas y se van para siempre, desaparecen, y de tan pequeños que son pronto se les olvida.

El sueño llega cuando menos te lo esperas y hay veces que, incluso despierta, me pregunto si me ha llegado el sueño porque voy caminando y tengo la sensación de que no necesito caminar, de que podría ponerme a flotar en cualquier momento. Me ocurrió el otro día, caminando. La luz era irreal y el viento gélido y yo no podía sostener los pies en el suelo y tenía miedo de salir volando. Y así descubrí que sueño y realidad pueden confundirse a menudo.

Dudo constantemente en mi realidad, pero nunca dudo en sueños. Sé las cosas antes de que sucedan. Los Pegasos son tan reales como la gente que me cruzo por la calle. Ahora estoy aquí, y de repente estoy allá, sin solución de continuidad. Y no me pregunto qué ocurre en los intervalos –como en las películas, donde lo que no aparece no importa, no tiene consistencia, ni valor, ni significado. No existe. Y si perdiese un intervalo de mi día a día, un minuto sin saber qué he hecho o dónde he estado, lo buscaría desesperadamente, convencida de sufrir alguna clase de locura. Pero en el sueño nada importa, salvo lo que el soñador sabe que verdaderamente importa, ese entresijo de significados ocultos, de sabiduría incompleta y enigmática, de mundos que habitan dentro de uno, quién sabe por qué.

Y al final todo se reduce a “quién sabe por qué”.

lunes, 19 de febrero de 2007

Aplausos y alabanzas

Para la persona que tan amablemente me ha ayudado a poner mi blog patas arriba para después reordenarlo todo de nuevo y dejarlo exactamente como yo quería. A ti: gracias, mil gracias. No habría podido hacerlo sin tu ayuda (y no es frase hecha: en realidad lo intenté, y no pude).

viernes, 16 de febrero de 2007

De Daumier-Smith’s blue period ( “Todo el mundo es una monja”)

...y todo el mundo es Daumier-Smith. Voy a demostrar por qué.

Si Teddy, como algunos ya sabréis, representaba para mí la espiritualidad, Daumier-Smith simboliza la caída al mundo, posiblemente desde una altura considerable, con el consiguiente daño para la parte más abajo de la espalda. Y nada menos que la caída en el mundo americano, con conductores de autobuses que nos incitan con una curiosa cortesía a “mover nuestro trasero hasta la parte de atrás” –y cuando Daumier-Smith se vio enfrentado a esa situación hizo lo que cualquiera de nosotros hubiera hecho: insultó al americano “autobusero” en francés-, con dentistas que nos salvarán la muela pero, por desgracia, habrán de extirparnos la lengua, y con la especie más interesante de criatura típica en esas latitudes: la Chica Americana en Shorts.

El regreso de Daumier-Smith a los Estados Unidos supone no sólo un trauma, como él mismo asegura, sino también la necesidad de enfrentarse a un mundo con el que no tiene nada que ver, y ha de pasar la prueba de la forma más desoladora posible: uniéndose como profesor a una academia de pintura por correspondencia (sin licencia y situada directamente sobre una ortopedia) en la que conocerá a personajes tan pintorescos como los Yoshoto, Bambi Kramer o el señor Ridgefield. Pero también a una mujer, la Hermana Irma, una de cuyas aficiones es “juntar hojas, pero sólo cuando están en el suelo”.

Y así, revisando sus dibujos, comienza Daumier-Smith a dedicar sus pensamientos, sus energías y más de una fantasía a esta mujer a la que algún día tendrá que dejar ir.

Some minutes, or hours later, I made, in French, the following brief entry in my diary: "I am giving Sister Irma her freedom to follow her own destiny. Everybody is a nun." (Tout le monde est une nonne).

(Y mencionaré que, en el pasado, cuando he tenido que dejar ir a cualquiera que me importase, siempre he recordado la frase “todo el mundo es una monja”, de forma que dicha frase se ha convertido ya para mí en un código y en un alivio. Si comienzo a repetírmelo en la cabeza, como una especie de mantra, a los pocos minutos me siento mejor).

Para terminar, quiero hablar de otra cosa que me tuvo pensando unos cuantos días desde que, al comenzar esta semana, releí el cuento. Es un fragmento de la última carta-no-enviada a la Hermana Irma:

The happiest day of my life was many years ago when I was seventeen. I was on my way for lunch to meet my mother, who was going out on the street for the first time after a long illness, and I was feeling ecstatically happy when suddenly, as I was coming in to the Avenue Victor Hugo, which is a street in Paris, I bumped into a chap without any nose. I ask you to please consider that factor, in fact I beg you. It is quite pregnant with meaning.

Debo confesar que no me acordaba este párrafo, y pienso que posiblemente nunca antes me había parado a considerarlo. Pero esta vez tuve que hacerlo, quién sabe por qué, y al preguntarle a NW. qué pensaba él acerca del significado de esto, recordé una conversación que habíamos tenido unas semanas o meses antes, en la que hablamos de nuestros momentos más felices. Y yo le dije que el momento más feliz que podía recordar fue hace unos doce años, en Bournemouth, cuando, al levantarme una mañana a las 6am, y después de haber dormido apenas unas cuatro horas, miré por la ventana y en pleno julio estaba lloviendo a cántaros. La felicidad me atacó en aquel momento, como si inesperadamente me hubiese caído un rayo encima, y todavía hoy no puedo evitar rememorar estos hechos sin sentir que aún sigo allí mirando la lluvia, que probablemente nunca llegué a apartarme de esa ventana y que, (es muy posible), el mundo ha continuado girando sin mí desde entonces.


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miércoles, 14 de febrero de 2007

Todo está interconectado

Tengo una buena cantidad de tiempo libre y una curiosidad que quizás sea una de mis mejores características. Cada cierto tiempo me sucede *algo* -una conversación oída a medias, una frase en un libro, el nombre de un escritor/músico/personaje de ficción que comienza a aparecérseme pidiéndome atención- y entonces -sin remedio- me sumerjo en una búsqueda apasionada de la mayor cantidad de información acerca de *eso*, eso que se ha convertido de repente en mi nueva afición, en mi nueva obsesión, en mi pasión de hoy. Y cada vez es como acceder a un microcosmos lleno de novedades, de noticias que se van interrelacionando en una forma casi mágica por el camino. Y me complace observar que hay orden en el caos y que lo único que se debe hacer es buscar las piezas del puzzle en distintos lugares y solamente tener la paciencia de montarlo. Y me siento como Sherlock Holmes -mi nuevo héroe del mes-, armada con una lupa metafórica, buscando nuevas piezas y ordenándolas de diferentes maneras en mi cabeza hasta resolver el enigma.

Sí, porque mi cabeza echaría humo si no estuviese constantemente ocupada con este tipo de trabajo que, voluntaria y apasionadamente, me impongo. A pesar de que las informaciones sobre las que me lanzo ávidamente no tengan, en realidad, ningún tipo de utilidad práctica, es ésta una manera de alejar de mí la locura. Y es una forma hermosa, debo decir, porque me complace confirmar cada vez que todo en el mundo está maravillosamente, bellamente interconectado. Quizás sea éste uno de los clavos a los que me aferro con más fuerza y que me salve la vida en un futuro. O quizás no sirva para nada, para absolutamente nada pero, ¿importa eso si al final todo esto me sirve para alejar de mí a mis fantasmas?

viernes, 9 de febrero de 2007

Teddy (o la espiritualidad)

A través de los ojos -levemente estrábicos- de un niño prodigio de diez años, Teddy, atisbamos unas pinceladas, breves aunque absolutamente certeras, del mundo espiritual por el que el autor del cuento, JD Salinger, ha demostrado en múltiples ocasiones a lo largo de su obra sentirse profundamente interesado.

Las cáscaras de naranja que Teddy observa desde el ojo de buey y lentamente se sumergen en el mar siguen existiendo, aun tras haber desaparecido de su vista, en la mente del niño, igual que Teddy sigue existiendo en nuestra mente una vez que cerramos el libro y tratamos de asumir la información que se nos acaba de revelar. Intentemos escupir hasta el último trocito de nuestra manzana rellena de lógica y no otorguemos a las cosas un sentimentalismo que no les corresponde, lectores, si es que queremos adentrarnos en la mente brillante de este niño y en la fascinante y reveladora prosa de JD Salinger.

¿Cómo saber si un brazo es un brazo?, (es un brazo, demonios, porque es un brazo, contesta -siempre contestaría- el adulto de turno), ¿un elefante es grande?, (¿grande comparado con qué?), ¿qué son los colores, sino nombres?, (¿por qué la hierba ha de ser verde?). Por todas estas cuestiones, triviales en apariencia, pero que contienen una verdad, el hecho de que los adultos vemos las cosas como hemos aprendido a verlas, lo cual no significa necesariamente que las cosas tengan que ser así siempre, por todas estas cuestiones, digo, se desliza Teddy a lo largo de un cuento breve y sereno, libre de sentimentalismo y manzanas lógicas, como la mirada de un hombre que ha alcanzado un gran progreso espiritual, y que culmina con un grito sostenido, penetrante, que no sólo reverbera entre esas cuatro paredes de azulejos sino también -y quizás lo haga para siempre- en algún lugar dentro de nosotros mismos.

Proyecto Nueve Cuentos de JD Salinger

Toda la información aquí: http://bluelephant.blogspot.com/2006_12_31_bluelephant_archive.html#116789804731045298
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