Teddy (o la espiritualidad)
A través de los ojos -levemente estrábicos- de un niño prodigio de diez años, Teddy, atisbamos unas pinceladas, breves aunque absolutamente certeras, del mundo espiritual por el que el autor del cuento, JD Salinger, ha demostrado en múltiples ocasiones a lo largo de su obra sentirse profundamente interesado.
Las cáscaras de naranja que Teddy observa desde el ojo de buey y lentamente se sumergen en el mar siguen existiendo, aun tras haber desaparecido de su vista, en la mente del niño, igual que Teddy sigue existiendo en nuestra mente una vez que cerramos el libro y tratamos de asumir la información que se nos acaba de revelar. Intentemos escupir hasta el último trocito de nuestra manzana rellena de lógica y no otorguemos a las cosas un sentimentalismo que no les corresponde, lectores, si es que queremos adentrarnos en la mente brillante de este niño y en la fascinante y reveladora prosa de JD Salinger.
¿Cómo saber si un brazo es un brazo?, (es un brazo, demonios, porque es un brazo, contesta -siempre contestaría- el adulto de turno), ¿un elefante es grande?, (¿grande comparado con qué?), ¿qué son los colores, sino nombres?, (¿por qué la hierba ha de ser verde?). Por todas estas cuestiones, triviales en apariencia, pero que contienen una verdad, el hecho de que los adultos vemos las cosas como hemos aprendido a verlas, lo cual no significa necesariamente que las cosas tengan que ser así siempre, por todas estas cuestiones, digo, se desliza Teddy a lo largo de un cuento breve y sereno, libre de sentimentalismo y manzanas lógicas, como la mirada de un hombre que ha alcanzado un gran progreso espiritual, y que culmina con un grito sostenido, penetrante, que no sólo reverbera entre esas cuatro paredes de azulejos sino también -y quizás lo haga para siempre- en algún lugar dentro de nosotros mismos.
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