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Querido Y Viejo Tigre Que Duerme:

domingo, 22 de abril de 2007

"Esto" ya es inservible

La vida de una persona nunca es perfecta, aunque lo parezca, si lo parece.

La vida de una persona está llena de pequeñas contradicciones o de enormes errores. Adentrarse en la psique de otra persona es como entrar en una cueva oscura, como saltar al vacío; nunca se sabe lo que se encontrará. Yo tengo miedo de mi lado oculto. A veces temo hacer cosas “por accidente”. Miro por la ventana y tengo miedo de sentir el impulso de lanzarme. Cruzo la carretera y tengo miedo a correr delante del coche y quedarme quieta ahí en medio hasta que me arrolle. Tengo miedo de que mis impulsos puedan dañarme porque, lo sé por experiencia, mis impulsos me dañan a menudo.

No suelo poner en peligro mi integridad física. Debido a mis miedos, me cuido especialmente. Compulsivamente, obsesivamente. Pero no pasa un día en que no ponga en peligro mi integridad emocional. Soy una masoquista emocional y soy autodestructiva. Me hago daño para obtener placer y confirmación. Escojo siempre la peor manera de hacer las cosas, escojo el peor camino posible: el camino hacia el desastre. Y sé que sólo se trata de una conducta repetida hasta la saciedad para que las cosas vuelvan a su equilibrio natural, a lo que yo considero que es el equilibrio –¡error!-. Si las cosas me salen bien alguna vez, me siento descolocada, extraña, ajena en mi propia vida. Y necesito estropearlas. Como el niño al que, tras meses rogando, por fin le regalan el trenecito del escaparate de la tienda de juguetes y a los dos minutos y medio de reloj el trenecito termina en la basura, roto e inservible. Es una mezcla de curiosidad e impulso destructivo. Me gusta llevar las situaciones al límite hasta romperlas. Necesito saber qué ocurrirá en el peor de los casos y, cielos, termino descubriéndolo. Pero ya no me sirve de nada porque entonces las cosas son ya inservibles.

Demonios, necesito cambiar tantas cosas. Y no sé siquiera por dónde empezar.

jueves, 19 de abril de 2007

Incoherente (II)

Hay días en los que no me soporto y quisiera hacerme un harakiri emocional, intelectual, y todas las clases de harakiri que existan menos la más clásica y sangrienta. Y lo curioso es que el no soportarme no es ni siquiera culpa mía, o al menos no del todo. "El infierno son los otros", decía Sartre -adoro la frase, debo confesar-. Siguiendo con datos inútiles de éstos que recopilo con pasión aunque a menudo olvide las fuentes, recuerdo que "alguien" -lástima no poder citar con precisión; quizás lo leyese en un libro de autoayuda o en otro sitio, ni idea- decía también que hay que saber mantener la calma cuando todo el mundo a tu alrededor está nervioso. O algo por el estilo. Jamás hallé en mi vida empresa tan difícil como ésa. Cuando uno está literalmente en el centro de un griterío, en el centro de un nutrido y a veces hasta aullante -metafóricamente aullante- grupo de otros cuyos ánimos bullen, cuyas energías de todo tipo se dispersan por todas partes, cada uno con sus vidas, alegrías, miserias, emociones, cuando uno está ahí, digo, cuando yo estoy ahí no puedo evitar impregnarme de todo ello. Unos dicen que esto recibe el nombre de empatía y que es una virtud. Otros hablan de hipersensibilidad y dicen que es un defecto. Para mí es las dos cosas pero, aun con todo lo bueno, no es de extrañar que sea una solitaria -por elección propia. Qué demonios, los estados de ánimo de otros me influyen, y los míos me influyen aún más.

Aunque lo parezca, todo esto que escribo no es un galimatías. Es simplemente caos. El caos que da título al blog. El caos que hace mi vida imprevisible y, mucho más que mi vida exterior, que es bastante tranquila, mi vida interior. Ésa es la que no tiene arreglo. O sí lo tiene, quizás, ojalá, lo que pasa es que aún no he encontrado la fórmula, mágica o no, para convertir en orden el desorden. Y bien, resulta que mi vida interior anda agitada e incluso la exterior lo ha estado en los últimos días. Como he dicho, mi vida es de lo más tranquila y, cuando mis costumbres se alteran en lo más mínimo, todo lo que sucede tiene una repercusión en mí. Vale, le pasa a todo el mundo, ya lo sé. Pero qué queréis que os diga. No puedo dejar de hablar de mí misma -en este momento preciso al menos.

Lo que siento se puede resumir en una lista de sustantivos de lo más variopinto: tristeza, alegría, excitación, enfado, ilusión, desilusión, amor, ansiedad, impotencia, miedo, soledad, necesidad afectiva y, si me apuras, hasta una pizquita de felicidad. Habréis notado que muchas de estas emociones se contradicen. Bien, yo también lo he notado. Y de qué forma. Pero así somos, ¿no? Y la pregunta es: ¿cómo hablar de todo esto? ¿Cómo hablar de emociones con lo complejo que es -y hasta aburrido, todo sea dicho-? ¿Cómo decir todo esto sin tener la vergonzante sensación de que una está diciendo tonterías o incluso locuras? Y la respuesta es: Voy a escribirlo en mi blog. Al fin y al cabo, no me veis la cara, no sabéis de mí -hasta ahora- nada salvo estas locuras mías-escribiré cosas más "ligeras" algún día. Suena a amenaza y lo es-. Y hasta dudo que me leáis -y es que yo, honestamente, no lo haría-.

Telegráfico

Entrada hiperbreve porque me muero de sueño:

-Nunca se termina de aprender cosas interesantes -como se suele decir, no te acostarás sin saber una o varias cosas más-. Hoy fue un día muy productivo en este sentido.
-En un mismo día puede suceder algo de lo más agradable y algo de lo más desagradable -lo que resulta en un día con un alto grado de surrealismo-.
-La concentración es un útil método de abstracción.
-Me encantan las discusiones relámpago. Son divertidas -¡de veras!- y desestresantes. Y nunca llega la sangre al río.
-Es posible mantener una charla interesante con alguien diez minutos después de conocerlo -siempre y cuando se prescinda, por acuerdo tácito, de las estereotipadas conversaciones de "toma de contacto"-.
-Mañana, si todo va como deseo, será el fin de un ciclo muy largo, demasiado largo. Y los dioses saben bien cómo lo agradezco y la felicidad que me produce.

martes, 17 de abril de 2007

Salinger: una introducción

Bien, durante todo el tiempo que ha durado este Proyecto Salinger me he estado mordiendo la lengua para no extenderme demasiado en hablar del propio autor y he procurado centrarme en su obra, en cada uno de los cuentos que componen el libro reseñado. La razón es simple. Es probable que, si comienzo a hablar de Salinger, no termine nunca. Es probable que me ponga incluso un poco fanática, un bastante insoportable y un mucho, muchísimo, dogmática. Sé que es lo mejor, además de lo más sensato, respetar todas las opiniones y, ciertamente, la tolerancia, puedo decirlo sin miedo, es una de las virtudes que adornan mi personita, pero el tema Salinger va más allá de eso. La excelencia literaria de Salinger es, para mí, un dogma de fe y ninguna otra cosa. Todo el mundo tiene un pasado y yo también lo tengo. Y resulta que, desde hace catorce años, en mi pasado, en mi presente, he vuelto a Salinger, invariablemente, una y otra vez. Comprenderéis entonces mi obsesión. Es una de las pocas constantes de mi vida, quizás la única; sus libros son y han sido una búsqueda de ciertas verdades que se me antojan importantes, un consuelo, un consejo, una inspiración, una cuerda a la que agarrarse cuando lo demás se derrumba, una certeza. Y sólo los dioses saben cuánto necesito las certezas.

Lo advierto ahora, por si acaso: esta vez no voy a guardarme nada, ni a morderme la lengua. Esto va a ser largo y farragoso. Y, aun a riesgo de que suene mal, escribo esta entrada más para mí misma que para nadie. Aun así, por supuesto, podéis seguir leyendo si lo deseáis.

Otro de los temas por los que pasé de puntillas fue la familia Glass. Tres, tal vez cuatro de los nueve cuentos mencionan a diversos miembros de esta singular familia. Uno de ellos nos presenta el grand finale de Seymour, esa figura volátil, flotante, etérea –eso me gusta pensar- que no se parece a nadie que haya conocido nunca pero que sí se parece mucho al tipo de persona que siempre quise conocer. Encontrarse a Seymour, un Seymour que habla de peces plátano, que camina por ahí con un bañador azul eléctrico y que se pega un tiro al final fue como recuperar a un viejo amigo –en mi caso, ya que leí los Nueve Cuentos después que Franny y Zooey- y volver a perderlo, sin saber muy bien por qué y al tiempo sospechando que el suicidio era la única opción posible para esta criatura indefinible que es (fue) Seymour. En alguna otra parte –concretamente en Seymour: una introducción-, el narrador y alter ego oficial de Salinger, Buddy Glass, nos cuenta que duda bastante que haya escrito algo en su vida que no tuviese como protagonista a Seymour, y nos pone ese bonito ejemplo del adorable dinosaurio que presenta uno o dos gestos propios de Seymour. Salvando las distancias, puedo decir que no creo haber escrito nada en mi vida –un cuento, una carta, un poemilla malo- sin tener en mente al propio Salinger. Y si mi estilo lo recuerda a veces (a veces, dije), nada puede reprochárseme. Probablemente, el dinosaurio sobre el que yo misma escribiría recitaría uno o dos haikus para sí mismo mientras camina alegremente por el jurásico y todo el cuento quedaría en un final incierto. Pero dejemos esto. Nada de dinosaurios por el momento.

Ahora voy a hablar de mi libro. Ejem. De éste en concreto sólo tengo la versión original en inglés, de Little, Brown & Co., me parece. En su día poseía la traducción española de Alianza Editorial, me parece también, pero lo presté a un amigo que quién sabe dónde estará ahora. Un buen amigo al que vi pocas pero intensas veces. El amigo un día decidió que estaba harto de su ciudad, de su vida quizás, y lo dejó todo para irse por ahí a conocer mundo. El amigo recaló en Inglaterra. Un tiempo más tarde recibí, no recuerdo si de sus manos o de las manos de otro amigo común, el libro que le había prestado al primer amigo, pero un poco modificado pues ahora estaba todo en inglés. Así que puede decirse que perdí una traducción para ganar un original, lo cual no está nada mal, por cierto.

Más cosas, -paciencia, terminaré en dos minutos, pero tengo que aprovechar este espacio. Se trata de Salinger, señores. ¡Salinger!-: Salinger y sus niños superdotados, Salinger y sus adultos excéntricos, Salinger y sus muchachas con abrigo de pelo de camello. Por todas partes detalles mínimos –recuérdense los ojos de Teddy, que uno no sabe si desearía que estuviesen más separados, o fuesen menos estrábicos o más profundos, recuérdense el vestido y el pelo aplastado por la lluvia de Esmé, su gigantesco reloj sumergible, recuérdese a la Hermana Irma, cuyo hobby era juntar hojas de los árboles, pero sólo cuando están en el suelo-. Ya lo comenté en este blog en más de una ocasión: me alimento de detalles. ¿Qué me importa que en un libro el narrador me cuente que “se acercó una chica guapa” si no sé si sus ojos son azules, marrones o amarillos o si tiene predilección por el rouge en los labios o por los colores tierra? ¿Qué me importa que esta misma chica vaya muy abrigada para la estación si no me cuentan que llevaba un abrigo de verdadero pelo de camello? ¿Qué más me da su vida si no sé que le gusta dejar todas las damas en la fila de atrás, sin moverlas? Lo que me gusta de Salinger es que él me cuenta todas esas cosas que (yo) quiero saber. No me interesa la síntesis, no me importan los personajes interesantísimos si no conozco sus manías, sus extravagancias, lo que los hace únicos. Tampoco me importan los finales, tengo que confesar. La clásica estructura de introducción, nudo y desenlace me da lo mismo. Si existe y es reconocible, fantástico. Si no existe, mucho mejor. Hay una frase en El guardián entre el centeno –y cito de memoria: “(...) sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las navidades pasadas antes de que me quedase tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco”-, pues bien, en esta frase se nos advierte ya que uno no va a encontrar la estructura clásica. Uno leerá “una cosa de locos”, un momento en la vida de alguien, sin principio y sin final, sin desenlace. Me gusta Holden, le tengo mucho cariño, pero para mí sigue ahí, en la institución mental, esperando a que D.B. llegue en su cochazo para llevarle a casa. Y no me importa lo que pase después. Aunque, como seguro ya sabréis, hay en Salinger una tendencia a crear historias-puzzle. Holden, según se rumorea, desapareció algunos años después, en la guerra, si no me equivoco –aunque puedo equivocarme. Desapareció sin dejar rastro. Porque Salinger en realidad tampoco olvida a sus personajes y los hace aparecer (o desaparecer) en otros sitios, como ocurre con Seymour, para que el lector curioso o maniático, depende, pueda ir completando el puzzle, un puzzle al que le faltan varias piezas, todo sea dicho, pero la imagen de fondo puede adivinarse aun así.

Buff, ya está. Sólo una recomendación final: no me hagáis ni puto caso. De verdad. Sólo leed a Salinger.


Iniciamos con
A perfect day for Bananafish.
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jueves, 12 de abril de 2007

Incoherente

Estos días, y a raíz de una serie de sucesos que no me apetece ni tengo ánimo de comentar -ah, la vida, esa puta llena de sorpresas desagradables-, me he visto obligada a instalarme -de forma bastante incómoda, dicho sea de paso- en el pasado, por si no fuese ya bastante mi dosis diaria de añoranzas, de nostalgias.

Y no precisamente en ese pasado bonito lleno de promesas, soles radiantes y lunas soñadoras, no. En la parte oscura de ese pasado. Lo terrorífico, lo deprimente, lo miserable. Y debe de ser mi tendencia masoquista, porque podría haber escogido ese pasado bonito, blabla, del que hablaba. Pero es que el momento presente lo amerita. Son tiempos sombríos. Punto. Qué se le va a hacer.

Para mi sorpresa, en lugar de sentirme triste, melancólica, con un nudo en la garganta y con todas esas sensaciones, lo que siento es rabia. Termino de leer un e-mail antiguo de una persona que significó mucho para mí -uno de esos fantasmas hijoputescos del pasado- y he deseado, que los dioses me perdonen, tener a esa persona enfrente para poder escupirle toda clase de improperios a la cara y quedarme así tranquila. No es culpa suya, y lo sé muy bien. Nada de nada es, y lo que es más, nunca fue, culpa suya, pero el rencor es así. De pronto lo ves todo rojo y no hay forma de pensar, ni bien, ni mal, ni de ninguna otra manera.

Y no puedo, no hay manera, simplemente no soy capaz de borrarlo, el e-mail. Ni nada de nada. Porque en el fondo sé que el pasado no se borra y el presente tampoco. En el fondo, la vida, la vida, ésa se acaba tarde o temprano. Y no se borra, no, pero se diluye. O quién sabe qué pasa. Algo como una luz que se apaga y ¡puf! qué más da todo. A mí me gusta pensar que la luz no se apaga, que la luz se enciende y ¡zas! se comprende. Pero quién sabe. Hasta ahora, nunca nadie fue capaz de darme una explicación satisfactoria.

domingo, 8 de abril de 2007

A perfect day for Bananafish

Este cuentito donde, ya se ha dicho muchas veces, aparece Seymour Glass por primera y única vez –a pesar de poder sentir su presencia flotando por ahí en muchos otros rincones-, un Seymour Glass que, como el propio Salinger dice en otra parte, habla, camina y se pega un tiro, ha sido ya comentado un montón de veces. Pero son los detalles, de nuevo, y siempre en Salinger, los detalles:

-El libro de poemas en alemán que Seymour regala a Muriel a pesar de que ella no conoce el idioma.
-Lo que hizo con esas fotos tan bonitas en las Bermudas (¿qué sería? ¿Las recortaría, las quemaría, dibujaría bigotes en las personas? Con Seymour nunca se sabe...)
-Su “extraño asuntillo” con los árboles.
-Lo que trató de hacer con el sillón de la abuela (de nuevo, ¿qué intentaría el bueno de Seymour?)
-La historia de los pobres peces plátano.
-...

Y, en fin, tantas cosas que te dejan pensando sobre Seymour. Y quizás el hecho de que se pegue un tiro es sólo una anécdota, como el último haiku que hubiese escrito, en el conjunto de su vida. Porque la muerte sólo es un tránsito, y sospecho que Seymour lo sabía bien; pero la vida, esa vida de Seymour, quién fue Seymour en realidad, eso es lo que al final me gusta de él, o lo que realmente quisiera saber. Y confieso sin pudor que me hubiese gustado tener a un Seymour en mi vida, con su presencia flotando por ahí en los momentos más insospechados.

Siempre me lo he preguntado: la señora que quizás se esté tiñendo el pelo o haciendo muñecos para los niños pobres, ¿será la Señora Gorda de Seymour? –Para algunos, para mí, una de las figuras mitológicas más interesantes-. Sí, sí, ha de ser ella. Estoy casi segura de que es ella.


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martes, 3 de abril de 2007

Un puñado de cosas sueltas, como en un diario normal

He tenido un nuevo sueño hoy, esta vez de la clase de los metasueños. Esto es, en mi sueño me dedicaba a analizar otros sueños que, supuestamente, había tenido antes. Mi primer sueño en varios días -tres semanas, según mis registros- y no le veo sentido alguno. Pero últimamente hay pocas cosas a las que vea sentido.

Y debo decir que me dormí anoche pronto y que en el momento de dormirme se me ocurrió una idea para un relato que tengo que escribir. Como me suele ocurrir, las ideas para los relatos se me vienen a esas horas extrañas y, más precisamente, en ese momento raro, casi inexistente por su extrañeza, que es el paso de la vigilia al sueño. Y ahí esas ideas se me antojan brillantes, perfectas, luminosas. Pero cuando me despierto al día siguiente y lo recuerdo todo, si lo recuerdo, me doy cuenta de que era una tontería. Una idea que no sirve de nada, que ni siquiera me gusta. Es tonto pensar así. Cierto que algunas de esas ideas son estúpidas e inútiles, pero me consta que hay otras que son, en efecto, bastante interesantes. Yo las descarto todas por igual en la mañana, sin embargo. Debería hacer más caso a mi intuición y a esas ideas que llegan como salidas de la nada, y dejar de descartar sistemáticamente las cosas sólo porque estoy de mal humor por la mañana o me siento insegura. Debería, algún día, tratar de desarrollar algunas de esas ideas. Aunque sea sólo como experimento.

Y, tras el sueño, me he despertado pensando en el cuento de Salinger de esta semana, y escribía la reseña en mi cabeza. He dormido poco, muy poco, pero no podía permanecer en la cama. Si me despierto, por muy cansada que esté, no hay forma de que pueda volver a dormirme inmediatamente. Y me he despertado pensando en sauces y en Seymour Glass.


He encendido la luz y he visto a mi novio mirarme desde esa fotografía que nos hicieron en mayo de 2005. Anoche la puse ahí -quizás debería comprar un marco-, apoyada en la lámpara de la mesilla, y estuve hablando con él. Cuánto le echo de menos, cuánto le necesito. Desde que llegó a esta (bendita o maldita, según el día) ciudad, no me he separado de él más de dos semanas. Y ahora se ha ido y me siento... abandonada. Esa antigua y familiar sensación de abandono tan típica. Y sé que no es cierto, y me digo no, no, no es un abandono, no es ni remotamente un abandono. Porque vuelve. Porque me consta que ningún otro me quiso nunca como él me quiere, me consta que su amor aumenta a pesar de todo, a pesar de mi carácter difícil, de los momentos miserables -siempre los hay en las parejas, pero me siento obligada a decir que, con él, sólo recuerdo uno o dos de esos momentos y ni siquiera fueron demasiado miserables; lo justo como para mencionarlo-, a pesar de que mi amor por él viene y se va y siempre me estoy planteando nuestra relación, constantemente, pensando si es él con quien quiero pasar la vida, si me hace feliz, si le hago feliz, si aguantaré tanto tiempo a su lado. Y ahora, en pleno síndrome de privación, tengo ideas locas y me vuelvo celosa y suspicaz, y le pregunto si nos casaremos, cielo santo, si nos casaremos, y él me dice sí, sí, nos casaremos, y yo insisto, cuándo, y ésa es la incógnita. Siempre es ésa la incógnita. Cuándo. Cuándo la vida se tornará normal, cuándo dejaré de sentirme extraña y apartada, cuándo comenzaré, de una maldita vez, a actuar como todo el mundo. Cuándo, cuándo.